Feria 1865

LA FERIA DE RONDA EN 1865.


Andalucía difiere del resto de España tanto por no si se tratara de un país diferente y, dentro de aquélla, en el nombre de Ronda se concentra todo lo andaluz. Las áridas extensiones de Castilla contrasta con los ricos valles y las agrestes montañas del sur del país; la altanera dignidad de los castellanos, igualmente contrasta de forma acusada, con la alegre despreocupación de los hombres de Granada y Cádiz; pero en Ronda, esa riqueza y severidad se mezclan juntas en la más perfecta armonía, y es aquí que el humor grande y fanfarrón de los majos más puede ofender al aburrido gusto de los castellanos. Acurrucaba entre sierras, aparece tapada por sucesivas líneas procedentes del mar y de los valles del General y del Guadalquivir; senderos que sólo con mucho optimismo se pueden llamar caminos conducen a través de riscos por una región de pésima fama, incluso en España y que excepto durante los días de la gran feria de mayo, poco contacto guarda con el mundo exterior; sin embargo, entonces, de todas las provincias vienen caravanas de caballos y mulas, y durante una semana la llanura, en los límites de la ciudad, se llenan de tiendas, las calles las abarrotan una inusual
multitud y los soberbios trajes de los aldeanos locales y las vistosas fajas y bordados de los montañeros, se mezclan con los magníficos trajes de los toreros y de los aficionados a las corridas de toda España.
Para Ronda nos dirigíamos media docena de militares y un viajero, medio perdido, saliendo de Gibraltareña un poco antes de la celebración de la feria de 1865. En estos tiempos no hay mucha emoción en cabalgar a caballo por España. El bosque de alcornoques, a través del cual transcurría las primeras seis millas de camino, mostraba claros y lugares copados por enormes ejemplares e infinitos rincones donde los oficiales, hartos de trabajar, pasan el día fumando y durmiéndote hasta que la proximidad de la noche le recuerda los deberes de su profesión y también los que reclama un sueño más
duradero. Hasta que Espartero fundó la guardia civil y la energía de O,Donell usó este cuerpo de su predecesor como fuerza para atajar el delito, el bosque de alcornoques fue un refugio de contrabandistas que desde Gibraltar introducían géneros en España. Allí florecieron, sin que a nadie le importara, aprovechándose de todo el mundo, miembros de una comunidad que sabían obtener dinero fácil por medio de engaños. La amistad con los aduaneros y la simpatía que les tenían los militares de la guarnición, permitía, además, que nadie les molestara. Con las restricciones del gobierno de O,Donnell, su número disminuyó sensiblemente. O,Donnell contó con el agradecimiento de los viajeros extranjeros y la oculta animadversión de los nativos, por la firmeza con que había esmembrado a las partidas de contrabandistas.Desde entonces, el contrabando se mueve en más estrechos límites; el tráfico es difícil y las operaciones que consiguen realizar insignificantes. Y para ello, perros que han sido entrenados a propósito en España, cruzan la frontera. Están muertos de hambre, se les pega, se les coloca un fardo y se les suelta para que crucen las puertas divisorias. Es un negocio indigno en el que ningún contrabandista que se precie se involucra. Las únicas pistas del antiguo tráfico todavía se pueden rastrear en el bosque de alcornoque y en las historias que allí relatan sus habitantes.
Uno de ellos iba con nuestra expedición. Manuel era un antiguo contrabandista y picador. En los tiempos en que vivía más de noche que de día tuvo una pelea con un soldado al que mató.Desde entonces fue más respetado que antes. Temerario, jovial, siempre de buen humor y bribón hasta acosarnos preguntando cuanto le íbamos a pagar por llevarnos a Ronda; aunque bastante buena persona como para conformarse con el dinero que nos parecía prudente darle y convertirse en amigo fiel nuestro, olvidando cualquier engaño. En cinco minutos le tenía preparado la esposa su equipaje, había él
ensillado el caballo y encabezado la expedición, conduciéndolo con una canción en su garganta.
Al principio cabalgarnos sin problemas por el bosque de alcornoques. Después de un rato el terreno se abrió a un valle regado por uno de los afluentes del Guadiaro. Se veían muchos bueyes comiendo su pasto y los lados cubiertos de campos de trigos y, en otros, de encinas y alcornoques. Aquí y allá, un pueblo encaramado en cumbre de una colina, nos hablaba de los días cuando moros y cristianos luchaban por cada palmo de tierra y, también, algo menos, de la guerra entre carlistas y cristinos, cuando cada casa era escenario de una sangrienta escaramuza. Delante, las crestas de la sierra comenzaron a mostrar sus formas abruptas. Se trataba del mismo paisaje que encontraríamos durante todo el camino. Algunas veces íbamos a medio galope a través de pastizales, metiéndoosla en escondidos pantanos y, otras, pisando el pavimento de una calzadaárabe y, las más, subiendo por empinadas cuestas, rodeados de enhiestos cantos. Otras veces, nuestro camino transcurría por el lecho seco de un río o por campos alfombrados de hierba o por avenidas de olivos. Aquí y allá, desde lo alto de las colinas se nos ofrecían numerosas perspectivas, unas a las llanuras y, otras más lejanas, al
mediterráneo o a África. Durante varias millas, nada cambió, ni nada podía ser tan hermoso, con un aire indefinible y salvaje. En algunos sitios había señales de cultivo y, a ciertos intervalos, una casa o un pueblo colgado de las rocas; parecía como si fuera un accidental caminante y el lugar no tuviera moradores. Es, desde luego, una certeza en ciertas partes de esta región, más en unas que en otras. Nuestro continuo cabalgar nos condujo al corazón de la Serranía, a través de un suelo cultivado. Había un sendero de unos cinco pies de ancho. Las aguas del Guadiaro, discurriendo sobre cauces
pedregosos, poco profundos, o permaneciendo estancado en charcos bajo sauces y alisos, hacían pensar en la presencia de truchas, que son escasas en el sur de España. El paisaje, en realidad, era más parecido a un valle de la Highland, con detalles de vegetación meridional.
El primer día de viaje fue el más largo. Ya había caído la noche cuando guiamos a nuestros caballos, metiéndolo por el comedor de la Venta de Cortes hasta los establos, que se situaban detrás. Todo el mundo conoce las características de una venta española y su división en dos salas, una para los caballos, otra para las personas y, además, su falta de víveres, su vino con sabor a la piel de los odres, la ignorancia de los dueños y lo exagerado de las fracturas. De todo esto ha escrito con amplitud Ford. Me parece, sin embargo, que se ha tratado con cierta injusticia el tema de las ventas españolas: si un hombre no pone objeciones a ejercer de mozo de cuadra de su propio caballo; si puede alimentarse con sólo huevos, pan casero y amontillado, dormir en el suelo apoyado en su silla de montar, como almohada, entonces no se sentirá mal en Andalucía. Por mi parte, a mí nunca me han importado estas cosas y después de doce horas de viaje, me sentía contento o tal vez eufórico por el contenido de una jarra de vino de dos galones, que pasó de boca en boca, satisfaciendo parte de nuestras necesidades durante el almuerzo.
Luego, conforme pasaba el tiempo, innumerables canciones en un coro de voces que, cada vez, se elevaban más hendieron el aire de la Venta de Cortes. Estábamos sentados junto a la chimenea que, a través de un estrecho pasaje, conducía a los establos. Gradualmente, el amplio espacio se fue llenando de una apretada masa de muchachos que acompañaban el compás de nuestras canciones y de muchachas de anchos rostros, como el de la Dulcinea que pintó Doré, riéndose en un prolongado crescendo que acabó en pura gritería. Los viejos y viejas nos miraban sorprendidos de
tal conducta por parte de unos señores de Gibraltar que, creían importantes y educados.
En el fondo, me parece, que lo que estaban deseando era unirse a nosotros, en ese tumulto que formaban el correr del vino y de las desaforadas voces. Luego de entre la multitud apareció alguien con intención de tocar una corneta. Lo detuvieron en su intento. Más tarde el que cantó, como le vino en gana, fue un español. Finalmente se alternaron las tonadas inglesas con las locales y no fue antes de las doce que la gente empezó a marcharse. Por nuestra parte nos fuimos arriba con la casi imposible misión de acomodar seis hombres en dos colchones, extendidos sobre un suelo de ladrillo.
Al día siguiente era todavía temprano cuando Ronda apareció ante nuestra vista, de pronto, en el horizonte, al torcer un recodo de unas de las colinas que rodea la meseta sobre la que se alza. La primera visión no era muy sobresaliente: un vado en el que chapoteaban una manada de caballos que iban a la feria; una sombría cruz negra, evidencia de uno de los asesinatos tan comunes en los caminos de España, un largo y árido sendero, pedregoso y sin árboles que conducía a una línea de tejados rojos e, igualmente una serie de grises y rojizas detrás. Todo formaba una típica pintura pero
que no hacía honor a la famosa belleza de Ronda. Pero cuando subíamos el pedregoso y yermo sendero, repentinamente quedamos aturdidos. Bajo las patas de nuestros caballos se desplomaba un abanico de altos precipicios que se curvaban en un vasto anfiteatro y continuaba con sus crestas subiendo hasta la falda de la colina en que nos encontrábamos. La ciudad se encaramaba en lo más alto sobre una caída perpendicular de más de seiscientos pies.
En su base se extendían densos bosques de castaños y robles que se extendían en una ondulada bajada hacia la boca del valle al que nosotros habíamos llegado. A través de los árboles, más que ver, se podía oír el sonido de las aguas del Guadalevín, precipitándose desde los mismos riscos. Mirando hacia atrás, veíamos las formas de enormes montañas levantándose por encima de las colinas que habían tapado nuestra visión primera. Conforme subimos un poco más, pudimos observar que Ronda se hallaba sobre una llanura de unas ocho millas de diámetro, en parte árida y en parte mostrando gran verdor. Las cumbres más altas de estas montañas ofrecían formas fantásticas y enormes, con tendencia a extenderse en grandes curvas camino del sur. La oscuridad del ocaso, por demás, les daba un aire de algo vivo.
El camino por el que entramos en Ronda, era el escogido para la feria de caballos. Tan pronto como nos instalamos en la posada, volvimos sobre nuestros pasos hacia la desnuda cima donde andaban un millar de caballos y mulas. Era la feria principal de la región y se esperaba, desde luego, vender un número grande de corceles y de caballos de raza. De estos últimos, para nuestra sorpresa, apenas vimos algunos.
Con la excepción, quizás, de media docena, todos eran viejos, con largos dedos y mostrando trazas de su origen plebeyo. De la venta de la mayoría de los caballos no se encargaban los dueños, sino personas contratadas expresamente para ello. Sus circunstanciales dueños no paraban de montarlos en esa forma imaginativa que tanto gusta en España. Los pocos caballos de categoría que veíamos eran andaluces, aunque casi como el resto tenían a la vista algunos defectos: cascos en forma de ostra y cuartos traseros algo flacos. La verdad es que por lo que respecta a los caballos, la feria me
desilusionó algo, en especial los corceles andaluces, aunque no sería justo desprestigiarlos. Con su invariable dieta de paja, realizan un gran trabajo. La seguridad de sus patas es admirable en suelos agrestes, que son los propios de aquí; para los caballos ingleses, en cambio, sería un gran riesgo cabalgar por estos parajes. Durante días enteros, los caballos andaluces caminan incansables, lentos en apariencia, pero cubriendo el terreno a una marcha que sólo se conoce cuando se intenta sobrepasarlos.
Sin embargo, aunque individualmente de aspecto más bien malo, el conjunto representaba una buena estampa. Caballos en largas filas, que rompían en su intento de librarse de las ataduras, se mezclaban con robustas mulas, más hermosas que sus hermanos, adornadas con borlas, y ramas para protegerlas de las moscas. Brillaban aquéllas agitando sus colores mientras que el tintineo de las campanillas y los relinchos y los rebuznos ahogaban los gritos que provenían de multitud de gargantas, vendiendo, discutiendo o bromeando. De vez en cuando venía un tumulto todavía mayor de algún rincón de la feria y carreras de gente anunciando que algún caballo se había soltado, levantando la alarma entre hombres y animales. El desconcierto se extendía rápidamente sobre una extensión de cientos de yardas, durando media hora antes de que la masa animal que corcoveaba y daba patadas, asustada, se calmara. Mientras, en otras partes, tenía lugar el negocio tradicional, que era el llevado a cabo por fornidos aldeanos, vestidos de la cabeza a los pies, de terciopelo negro, codeándose con los tratantes de ganado; vistosos majos con fajas rojas, chaquetas bordadas, ceñidos pantalones sobre sus delgadas pantorrillas, polainas con franjas rojas hasta abajo y una vara en las manos, se abrían paso entre gitanos harapientos y una multitud de curiosos y parásitos. Aquí y allá, aguadores proseguían, igualmente, su camino, transportando sobre los hombros enormes vasijas de barro. Y gitanas, generalmente de edad y feas, acurrucadas a las puertas de las tiendas de campaña, con fuegos en el suelo en el que, en grandes calderos, se freían rodajas de calabaza. En todas las calles de la ciudad la misma multitud y en el mismo ruido, pero, en lugar de animales, lo que se vendía eran todas las ercancías
imaginables. Las casas, en su totalidad, tienen las ventanas a ras del suelo y estaban ocupadas de tal forma, que las habitaciones del piso bajo se habían convertido en tiendas, a un lado y a otro de la vía pública, junto a numerosos puestos y vendedores ambulantes.
Entre los tenderos más aristocráticos se encontraban los de Madrid, que vendían sus mercancías en las casas de las esquinas, con muchas entradas, todas llenas de cubiertos de plata. Se veía, también, algodones de Inglaterra y Mulhouse, denotando su procedencia por el amplio espacio que ocupaban. Los alemanes, por su parte, habían traído un gran surtido de juguetes de Neuremberg y crinolina de París. Un gibraltareño, se había aventurado a traer cerveza amarga, un licor no muy apropiado para todos los paladares. La mayoría de los puestos, sin embargo, desplegaban los frutos de la industria local: fajas de brillante colorido, trabajos en seda, festones y serpentinas, sillas de montar estampadas; la áspera lona rallada que sirve como capa, pieles teñidas de ese rojo tan peculiar que a los andaluces gusta tanto y que daña a la vista con la fuerza de sus colores; pero más curioso era las diferentes clases de cuchillería: cuchillos pequeños, de defensa, no hechos para cerrarlos, sino para guardarlos en estuches de cuero, con hojas de tres pulgadas de largo y una y media de ancho; otros de varios usos, pero de puntas largas y afiladas y abultadas por arriba, de forma que aumentara la
herida, infringida bajo la quinta costilla. Y más curioso todavía, la extraña mezcla de crucifijos, castañuelas, pinturas religiosas que cubrían los frentes de muchos puestos. Tales eran los objetos y sonidos que llenaban los ojos y los oídos en la feria de Ronda, con su brillantez, su bullicio, sus multitudes y su clamor. Pero en tres tardes sucesivas hubo un tiempo en que todo el ruido y el comercio, huyó de la ciudad para concentrarse en la plaza de toros. Allí, durante unas horas antes de la corrida, una larga cola de gente permanecía de buen humor y con mucha paciencia delante de las puertas, mucho antes de la hora fijada para el comienzo. Todos los seis mil asientos estaban ocupados, excepto unos cuantos en que el sol, dando de pleno, impedía la visión del espectáculo. Una vez dentro, la multitud tan ansiosa a la entrada, parecía haberse tranquilizado, casi sumido en la indiferencia. Aguadores portando sus enormes jarras, gentes que bromeaban entre ellos y los puntilleros que tendrían que matar algunos toros heridos, andaban furtivamente por el callejón, bajo los asientos. Luego los aficionados más expertos que habían estado inspeccionando los toros, se sentaron pomposamente en
sus localidades. El presidente seguido por un grupo de amigos, se dirigió entre gritos a su palco, junto a la puerta de salida de los chiqueros. Finalmente, precedido por un sonido de trompetas la comitiva de los matadores salió de una puerta del otro lado, con los picadores al frente, los chulos detrás y, luego, Cuchares, el más grande matador de España y Domínguez, su compañero, que le seguía en fama e importancia. Avanzaron por el ruedo, los picadores se colocaron a la izquierda, esperando acontecimientos.
Cuchares. delante del palco del presidente, hizo el acostumbrado juramento de matar al toro o que éste lo matara a él. Se abrió, después las puertas del chiquero para que el primer toro saliera. Desde lo más hondo y oscuro el animal se dirigió a la puerta.
Permaneció un momento quieto, aturdido por el resplandor y los gritos de la multitud. Vio un caballo y contra él se fue a descargar su ira, arrojando al picador de su silla y al animal al suelo. Era un toro negro, no muy grande, de sorprendente velocidad y fuerza, pero algo torpe. Después de la primera carga, pareció más preocupado y trastornado que enojado, dispuesto a dejar tranquilos a hombres y a corceles. Distraído por las capas y banderas que se agitaban delante de sus ojos, tras cornear a un lado y a otro se retiró a mitad del ruedo. Por un momento, permaneció con la cabeza baja, bufando y
resoplando. Otro picador se dirigió a su encuentro y, de nuevo, con bruta fuerza, hizo rodar a jinete y a caballo corneándolos. Siete u ocho veces repitió la carga. Algunas conéxito, otras sin él por la habilidad del picador. Finalmente, después de matar seis caballos, se recurrió al banderillero y empezó la parte más atractiva del espectáculo, aunque su comienzo quedó interrumpido por el accidente más ridículo. Uno de los caballos muertos quedó en medio de la arena y donde quiera que fuera el toro acababa, invariablemente, chocando con el cuerpo de aquél. El toro que no dejaba de ver esta
circunstancia, como una provocación, no hacía más que hundir sus astas en el cuerpo sin vida del animal.
Otra pobre toro, de poco ánimo, fue el héroe involuntario de otro incidente.
Huyendo de los picadores y lamentándose, se dirigió a la puerta por la que había salido con la intención de huir por ella y ni siquiera el aguijón de las banderillas le hizo cambiar de idea. Al grito unánime de ¡banderillas de fuego, banderillas de fuego!, del público, dardos con cohetes se hincaron en sus lomos, cambiando su miedo en verdadero terror. Enloquecido por las quemaduras de su piel, con los dardos clavados, molido nada más que se movía por el chaparrón de chispas y por las explosiones de los cohetes, galopó dando vueltas por el ruedo, deteniéndose delante de la barrera, intentando saltarla y a veces casi consiguiéndolo. Repentinamente, se colocó en aquella parte de la plaza a la que la fuerza del sol había dejado sin espectadores y con un supremo esfuerzo brincó sobre la barrera, atravesó el callejón y llegó hasta la segunda fila de asientos. El salto fue de diez pies de altura y de no menos de dieciséis o dieciocho en distancia horizontal. Un cuerpo de soldados que se encontraban cerca, con sus enhiestas bayonetas, corrieron con los fusiles al callejón. El pánico cundió entre los espectadores de cada lado. Algunos buscaron refugio en el mismo ruedo; otros se dispersaron por las gradas superiores y si el toro hubiera entendido que no tenía escapatoria posible, los resultados hubieran sido terribles. Pero al tiempo que alcanzaba la fila más alta de asientos, toda la cuadrilla se encontraba junto a él y cuando se dio la vuelta, Cúchares lo había cogido por la cola y lo había arrastrado al callejón, donde, de manos del puntillero pasó a mejor vida.
Por lo demás, las corridas de Ronda fueron como tantas otras que tienen lugar en diversos sitios de España. En la corta lucha de cada toro, se realizaron las mismas acciones para complacencia de algunos y disgustos de otros. El espectáculo, por lo que a los caballos se refiere, fue repugnante. En Méjico nunca se emplean caballos en las corridas. Es indignante que un caballo que ha puesto todo su empeño en obedecer los deseos del hombre, se le vea pisándose sus propias tripas, o caído en el suelo recibiendo una y otra vez, sin que nadie le ayude, las cornadas del toro. Después de todo, el hombre es el dios de la creación animal y, para bien o para mal, existe una gran diferencia paraéste si actúa de acuerdo con los deseos del hombre o no. Por lo que al toro respecta es un bruto con malas intenciones y su destino, tarde o temprano, que lo maten.
Probablemente su muerte sea mucho mejor en el ruedo que no en el matadero, dando, a la vez, ocasión al torero de mostrar sus habilidades, agilidad y vista. Nada es más atractivo que ver a los chulos saltar por encima de los cuernos del toro. Sus pasadas corriendo junto a la cabeza del animal; la rapidez que se da para apartar a la bestia de un compañero caído, o la destreza para plantar las banderillas en el lomo del toro y delante de su cara. La corrida es un deporte arriesgado que sólo deben practicar los profesionales y nunca nadie sin un aprendizaje serio y sin conocer el carácter de los
toros, debe enfrentarse a ellos.
Con las corridas de toros terminó la feria de Ronda. En pocos días vimos cómo todos los heterogéneos elementos que la habían compuesto, volvían, cada uno, a su lugar de origen. De la misma manera, nosotros también emprendimos el camino de vuelta. Volver a cabalgar sobre las crestas de las colinas, en las que habíamos estado antes, nos llevó a la sala de oficiales de Gibraltar, atravesando escenarios todavía más fantásticos que antes.
Archivo de JAE

 

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